Dejemos las cosas claras de entrada: yo soy de la Dreta de l’Eixample. Dicho eso, he de reconocer que el barrio de Sant Antoni era para mí una zona desconocida de la ciudad hasta no hace mucho. Pero ha valido la pena, y mucho, descubrirla. Sant Antoni está consiguiendo aquello en lo que muchas otras zonas de la ciudad han fracasado: a pesar de ser una de las zonas más de moda de la ciudad, sigue manteniendo un encanto bohemio que le ha permitido seguir teniendo una personalidad propia. Hay quien lo compara, por todo esto, con el barrio de Gràcia; pero, a mi entender, los orígenes de ambos barrios los hacen muy distintos.
Sant Antoni creció como parte del ensanche, es un barrio con vocación de tal, y no un pueblo convertido en barrio. No encontraréis en Sant Antoni rincones que os hagan dudar de si estáis en un pueblo o en la ciudad, pero sí muchos que os harán descubrir la vida de barrio. A este encanto clásico, de principio de siglo, urbanita y tranquilo a la vez, se ha sumado ahora un aire de modernidad. Precisamente porque forma parte del ensanche, está muy cerca del corazón de la ciudad y ello ha propiciado una dinamización y reinvención del barrio de aires mucho más cosmopolitas, sin perder, insisto, el encanto bohemio de un barrio humilde.

Una tarde de sábado en Sant Antoni empieza necesariamente por uno de esos paseos sin rumbo, descubriendo librerías, tiendas de muebles antiguos con aires modernistas e incluso sitios tan particulares como una tienda de velas, totalmente a la antigua, de esas en la que entrarías a comprar sólo por el mérito que supone la supervivencia de un negocio tan tradicional. También vale la pena un paseo alrededor del mercado de Sant Antoni, auténtico centro del barrio, aunque en plena reforma, y curiosear en los encants, pequeñas tiendas casi ambulante donde pueden encontrarse desde los básicos más funcionales y menos estéticos hasta prendas de mayor calidad que rompen el efecto del prêt-à-porter que hace que, siendo estilosos y modernos, acabemos siendo gente del montón. No os perdáis tampoco la tienda de flores del Passatge de Sant Antoni Abad, un rincón precioso.
Personalmente, soy de las que, cuando salen, les gusta tomarse una copa de vino antes de ir a cenar. Y cuando estoy por Sant Antoni, esa copa la tomo siempre en Els Sortidors, en la calle Parlament llegando ya a Ronda Sant Pau. Un ambiente tranquilo y agradable y una carta de vinos comme il faut. No suele estar muy lleno a esa hora, aunque siempre hay gente que crea un buen ambiente —muchos son vecinos del barrio—. Además, las botas que hacen las veces de mesas, dándole a esta bodega todavía más carácter, están a una distancia suficiente unas de otras como para tener una conversación relajada sin tener que escuchar a los vecinos de la mesa de al lado —algo que en otros sitios no parece importar y puede ser un fastidio—. Si, como yo, sois completamente legos en cuestión de vinos, no dudéis en preguntar a sus camareros que, además de ser de lo más atento —en serio, ¡da gusto!—, os pueden guiar y aconsejar para elegir.

Para la cena, los grandes foodies de la ciudad seguro que se lanzan a propuestas de grandes bolsillos como el Tickets o Ca l’Isidre, o sitios de moda del estilo de la Antigua Fábrica Moritz. Aunque el coulant de Ca l’Isidre es algo que hay que comer al menos 5 veces antes de morir, para una noche de sábado relajada recomiendo El Dinàmic (Passatge Pere Calders, 4). De nuevo un espacio con la seña de identidad de Barcelona: la recuperación de espacios. Este agradable restaurante está situado en un antiguo garaje, lo cual le da un toque muy personal a la decoración y lo hace, además, muy amplio y diáfano. Es un sitio sin pretensiones y tremendamente acogedor, regentado por dos hermanos que son vecinos del barrio de toda la vida.


Su cocina toma como base la cocina tradicional catalana, pero dándole siempre un toque personal e innovador. Yo quedé tremendamente contenta con la morcilla y el pan de coca con escalivada: los clásicos nunca —¡nunca!— fallan. Mi consejo es que escojáis unos cuantos platos para compartir, y entre estos tampoco deben faltar el empastifat —¡¿no es estupenda la increíble capacidad de innovación léxica a golpe de derivación que tiene el catalán?!—, unas mousses hechas con ingredientes mediterráneos (hay varias combinaciones) acompañadas de tostaditas, ni las patatas confitadas con salsa brava, dos especialidades de la casa. Y de nuevo un plus importante, esencial, diría yo: el personal es increiblemente amable, y siempre dispuesto a echar una mano con la difícil tarea de elegir los platos de la carta.

Y si todavía os apetece seguir con la gresca cuando acabéis de cenar, a escasos pasos está el Passatge Tainos – L’ambigú. El interior es de lo más curioso, una mezcla entre bar modernista y tienda vintage, donde sirven un buen reportorio de cócteles —probadlos, hay vida más allá del gintonic—.

Por cierto, para aquellos que vayáis en verano, antes de empezar el paseo haced una parada técnica en la Sirvent para coger una horchata bien fría. Y para los que dejéis el paseo para el domingo por la mañana y seáis de los que, como yo, creéis que parte esencial de leer es tocar el libro con las manos y oler sus páginas, al lado del mercado, en la calle Urgell, encontraréis la Fira de Bellcaire, el mercado dominical de libros de segunda mano.
